lunes, 12 de julio de 2010

EL REMOLCADOR 13 DE MARZO


VIVENCIAS PERSONALES DE UN REMOLCADOR
Lic. Amelia M.Doval.

Las tardes habaneras hace 16 años no son diferentes a las de hoy en día, nada ha cambiado, siguen siendo tardes de calor y preguntas. Preámbulos de comida y televisión. Instantes de fuga familiar. Casi todas las madres del barrio, de la misma generación hicimos costumbre de encontrarnos cada día en el caluroso y destruido parque, solo para conversar y sobre todo porque en medio de tanta miseria nuestros hijos compartirían una amistad que duraría toda la vida.

Entre varias madres era más fácil mover los herrumbrosos equipos que más parecían un almacén de hierros torcidos que un parque de diversión. La cuidadora (CVP) debía cerrar temprano pero siempre hacía concesiones extra porque todos éramos amigos.

Llegó el 15 de julio de 1994, nada nos pareció extraño, serían alrededor de las 3 am. Mi hija Gabriela y Ángel, de tres años ambos jugaban divertidos. Su madre había acudido un poco tarde y estaba nerviosa. Era normal, los tiempos siempre fueron difíciles pero, el período especial no daba tregua. Cari, como la conocíamos, estaba de pasada pues tenía cosas que hacer, aparentemente urgentes. El niño encontró divertido moverse en el tiovivo a pesar del ruido imperdonable por la falta de grasa y el desbalance. Al final lo convenció, yo también me iría.

Ya fuera casi en la puerta de mi casa antes de alcanzar el portal, comentamos de los niños. Cari me dijo, y no mentía, que eran dos criaturas preciosas había que cuidarlos mucho. Habían crecido sin darnos cuenta. El niño era serio, formal para su edad y de una belleza de ángeles, como su nombre. Nos despedimos, nunca más los volvería a ver.

Ella trabajaba en la Casa de Cultura. Su casa permanecía abierta, allí estaba la familia. El flujo de visitantes se mantenía. El dolor estaba en todos. Víbora Park, lloraba lágrimas de familia.

Dos años después mi hija comenzó en la escuela, frente a la casa de quien debió ser su compañero de escuela o quizás ya no. Ángel Abreu Ruiz, fue de esos niños a los que le robaron la infancia. En la televisión cubana proyectaron unas imágenes de hombres muriendo de dolor que renegaban de todo y se hacían culpables. Era una flagelación con palabras, se hería la carne, el alma, el recuerdo. Los verdaderos culpables se sentaban en la silla del fiscal y hacían firmar papeles. Procuraban limpiar su crimen castigando a los sobrevivientes. Ya estábamos hartos de imágenes como esta: Mari Cruz Varela, el juicio de Ochoa, ahora otra culpa que doblaba las puntas para voltear el recorrido.

Diez y seis años después, cuando mi hija tiene 20 años, me pregunto cuál sería el dolor de esta madre que adoraba a su hijo, se sentía tan orgullosa como yo de la criatura que habíamos creado. Enseñarlos, educarlos fue nuestra tarea desde que nacieron. Hombres desalmados, sin voluntad de revirarse ante el crimen o disfrutando la injusticia, enlutaron una familia que aún llora la pérdida.

Cuántos pecados se han cometido, cuántos se han ocultado detrás de las mentiras, del engaño.

Miami, FL., USA
Columnista Ciudadanos-cu

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